Mi nombre no importa. No soy arquitecto, ni ingeniero. No soy abogado.
Soy el vecino.
Nací en La Plata. Cuando era chico mi viejo me cruzaba las vías en hombros para ir a comprar el pan. Con otros chicos íbamos a pescar al bosque. Jugábamos en la plaza, andábamos en bicicleta por el barrio, tocábamos los timbres para salir corriendo.
O no nací en la ciudad. Vine a estudiar a su universidad, y me quedé para siempre. O resolví vivir acá, por sus arboledas y sus barrios tranquilos. La ciudad ofrecía calidad de vida y cobertura para una vida mejor, saludablemente distante de la histeria inviable de Buenos Aires, planificada y preparada para un formidable desarrollo sustentable.
O simplemente vine a trabajar. Hace unos años, estaba bueno trabajar acá: la ciudad era atractiva.
Hace pocos años.
Sin necesidad de conocernos, estamos vinculados por el espacio público. Significa que sin saberlo, pertenecemos a un entramado que nos hace parte de la ciudad: ser platenses. Nuestras viejas paredes nos hablan de lo que fuimos y son testimonio de nuestra experiencia compartida. Esas paredes nos educan. Ese espacio refleja nuestra historia y nuestro carácter común, y debe ser respetado. Es lo que llamamos “identidad”.
La desplanificación de los últimos años, sobre todo a partir de la sanción del nuevo Código de Ordenamiento Urbano en 2010, asestó un mazazo de tales proporciones a la ciudad que los vecinos pudimos notarlo en tiempo real: los embotellamientos empezaron a darse en calles impensadas y se dispararon las tasas de accidentes de tránsito: 100 muertos en sólo siete meses el año pasado. Cerca de 200 para fin de año.
No se trata del crecimiento del parque automotor: es la destrucción del tejido urbano. Se “densificó”, pero no se pensó en cómo se trasladarían los habitantes de la ciudad. De igual modo se impermeabilizó, pero no hubo interés en calcular cómo se conjugarían lluvias, cemento e infraestructura colapsada. Pudimos ver cómo el proceso de destrucción de la ciudad -iniciado tal vez con el nuevo Teatro Argentino-, se aceleraba.
Con el argumento del “desarrollo y progreso” se modificaron arteramente la altura máxima de edificación y los índices de protección patrimonial. El objetivo real fue la especulación con el valor de la vivienda en La Plata. Sus casas y PH típicos fueron reemplazados por edificios de minúsculos departamentos, como resueltos a partir de un mismo plano, vinculados entre sí por un cablerío que no se consideró “progreso” corregir, o emprendimientos megalómanos de “supertorres”, donde no se evaluó el impacto a vecinos linderos, ni en los barrios. Las sombras “eternas”, la humedad, la merma de los servicios, los desbordes cloacales, los accidentes de tránsito, etc. se multiplicaron. Tampoco fue considerado “progreso” acompañar el “negocio” con mayor volumen para desagües o aguas servidas.
Los árboles siguieron: en el mejor de los casos se los decapitó para dar paso al cableado -que si se ajustara a la normativa debería ser subterráneo-. Nuestras calles, que podían ser reconocidas por sus arboledas, fueron empeoradas minuciosamente. Un árbol es un activo de la ciudad: demora unos 20 años en crecer. En una ecuación absurda, cambiamos árboles por cablerío.
El 2 de abril tuvimos una muestra de lo que viene. No se trató de una tragedia irrepetible: el 2 de abril es sólo un momento en un proceso donde la agredida es la calle, y una muestra de lo que la ciudad nos devolverá si seguimos permitiendo se “construya” cuando en realidad la están destruyendo. Un desarrollo auténtico sólo es posible a través de una planificación que tenga en cuenta no sólo el beneficio de los jugadores inmobiliarios sino también la posibilidad de brindar acceso al techo, de desarrollar la periferia, preservar el carácter de la ciudad y su patrimonio para que también prosperen otros comercios, ofrecer alternativas de transporte, garantizar un espacio público de calidad para todos, multiplicar su infraestructura. En fin, devolverle a La Plata su carácter sustentable, producto de un pensamiento de vanguardia –hoy perdido en la irracional y prepotente, casi estúpida, fiebre del cemento y la especulación-. Sin embargo, desde abril nadie ha movido un pelo, ni en el Estado, ni en los Colegios profesionales, para corregir el acelerado deterioro de La Plata. Los “emprendimientos” continúan, las “obras” anunciadas son básicamente insuficientes, aunque se llevaran a cabo. La prensa sigue guardando silencio.
Concluyendo, soy quien vive dentro de las casas o los departamentos. Soy quien camina por la calle, o conduce un auto, o tal vez, preferiría andar en bicicleta, o tomarse un micro. Soy quien paga el alumbrado, barrido y limpieza, y quiere ver a sus hijos jugando en paz en la vereda.
Soy quien vota.
Sin embargo, he sido silenciado y están borrando mi memoria.
Si destruimos la calle, si permitimos que destruyan el espacio de todos y arrasen con nuestra historia, nos encontraremos en poco tiempo con una ciudad sin rasgos, devaluada en su propuesta pero con viviendas caras, aunque minúsculas y sombrías; sin servicios, sin memoria, forzada a una mayor exclusión, y seguramente mayor violencia.
Y sin rastro de su luminoso pasado, cuando fue admirada por los urbanistas del mundo.
Soy el vecino, quería que me escucharan.